Durante la madrugada del catorce de septiembre de mil novecientos ochenta y ocho, mi ciudad se vio golpeada por uno de los huracanes más devastadores de la historia reciente. Se le dio el nombre de Gilberto (Gilbert, en inglés) y alcanzó una categoría de SUPER HURACÁN; es decir, más allá de los cinco niveles de que consta la escala Saphir-Simpson, que se usa para medir la intensidad de un huracán.
Los habitantes de la norteña ciudad de Monterrey recordarán a Gilberto quizá tanto como lo recuerdo yo, pues en esa ciudad, ubicada a cientos de kilómetros tierra adentro, no estaban acostumbrados a recibir huracanes… y hasta allá llegó Gilberto, sembrando destrucción y muerte.
Hacía tantos años que todo un vecindario de casas habían sido construidas, que ya prácticamente nadie recordaba que por ese lugar alguna vez corrió un río y que se había secado mucho tiempo atrás. Pero, al paso de Gilberto, la gente pudo observar, atónita y aterrorizada, cómo el olvidado río volvía a cobrar vida, arrasando casas, calles, autos, y cuanto encontró a su paso.
En mi ciudad, Cancún, ubicada a la orilla del mar, este huracán causó también importantes daños humanos como materiales. A la mañana siguiente, la pareja de amigos que habían decidido pasar la contingencia refugiados en mi casa y yo, salimos a caminar por las devastadas calles, dando cuenta de antenas derribadas, cristales rotos, edificios dañados y, sobre todo, una gran cantidad de árboles derribados.
Las autoridades se vieron bastante atareadas para recoger los restos de toda esa devastación. Pero hubo un detalle que llamó mi atención, y la ha mantenido cautiva durante más de veinte años…
A las puertas de la escuela primaria Ciudades Hermanas Wichita-Cancún, que en su turno vespertino toma el nombre de Niño Artillero, quedó derribado un árbol de regular tamaño. El viento del huracán lo había empujado con tal fuerza, que el tronco quedó derribado de manera horizontal y sus raíces, que guardaban un ángulo de noventa grados, terminaron elevadas en forma vertical.
Cuando las brigadas de limpieza lo visitaron, optaron por quitar, tal vez de manera provisional, solo la mitad superior del tronco, junto con sus ramas y su maraña de hojas ya resecas. Y, por alguna extraña razón, aquél mutilado árbol quedó como olvidado, yaciendo a las puertas de la escuela… Semejaba la mitad de un cadáver, con los pies hacia arriba…
Fue pasando el tiempo… llegaron las lluvias del siguiente año… y luego más y más años, cada uno con su ciclo de estaciones… y entonces, poco a poco, se fue obrando el milagro: De aquéllas dolientes raíces, elevadas por el aire, ¡comenzaron a brotar retoños nuevos…! Aquél árbol, que había caído abatido una madrugada, por una de las más feroces tormentas, invirtió el sentido de su crecimiento… ¡y tornó sus raíces en ramas nuevas, convirtiendo a su vez el antiguo tronco en soporte de la nueva copa…!
Algunos años después a alguien se le ocurrió rodearlo de una pequeña barrera de ladrillos, que luego alguien más recubrió con cemento… fue pintada… nuevos arbustos le han ido creciendo alrededor. Hoy en día ya casi no se nota a simple vista aquél fenómeno… a lo sumo se puede apreciar un árbol joven, con doble tronco y coronado por una tupida copa de hojas muy verdes… pero yo sé que ese tronco doble alguna vez fueron un par de raíces… y, si uno se fija con atención, aun se puede distinguir lo que antes fue el tronco principal, semi sepultado.
Y cada que paso frente a esa escuela, me gusta detenerme por un instante a contemplar, con admiración, aquél prodigio de la naturaleza, que se yergue rodeado de docenas de niños bulliciosos. Aquél prodigio de la naturaleza, que nos enseña, de manera viva, que aun después de las peores adversidades, nuestra vida PUEDE continuar, y aun volver a dar frutos.
Por eso, amiga, me parecería muy falto de respeto decirte algo como “No te sientas mal por lo que te pasó…” ¡Por supuesto que tienes toda la razón para sentirte mal!
Más aun: me parece que lo más lógico y lo más sano es que expreses tu lamento; que sufras tu duelo e incluso que llores todo lo que tengas qué llorar, etc.
Pero no olvides, Cielomío, que igual; igualito que el árbol de mi historia, aunque la más feroz de las tormentas nos derrumbe con su fuerza; aunque la más terrible adversidad nos deje abatidos, no por eso nuestra vida se termina; aun hay tiempo para reverdecer… Aun hay tiempo para dar sombra y hasta frutos y semilla…
Te lo dije ya una vez, amiga, citando a Tagore:
“Aun después de la noche más oscura, SIEMPRE volverá a brillar el sol”.
Te envío un saludo solidario, con mis mejores deseos de que tu tribulación pase muy pronto.
Un gran beso para Santi.
CARDIO. (sgalindoc@hotmail.com)